FROZEN TEARS FROM THE COSMO
Lágrimas Heladas del Cosmos Los últimos seis meses, mi cabeza ha sido como un ataque de vértigo en una montaña rusa alienígena. Cambios tan absurdos y retorcidos que incluso los extraterrestres se rascarían la cabeza. Estoy viviendo en una película de ciencia ficción increíblemente bien dirigida por Alejandro Jodorowsky. Todo empezó cuando mi vida, que se asemejaba a un sosegado paseo en una galaxia de tonalidades rosas, optó por dar un giro radical y tornarse tan oscura como el agujero negro más profundo del espacio. Me encontré sin trabajo, haciendo piruetas en el vacío, cuando de repente noté que me había caído sobre un cometa. Cuando me encontraba a 2028 kilómetros del punto en que partí, tomé la audaz elección de lanzarme al abismo estelar sin paracaídas, llevando conmigo un bagaje de historias y responsabilidades que tomaban diversas formas, vidas y recuerdos. Algunas de ellas las atrapé en mi trayecto, otras se desvanecieron en la falta de gravedad, mientras que unas pocas mutaron en algo nuevo. ¿Quizás alguien más tenía un pasaje para el viaje cósmico hacia la locura? Fue mi propia decisión dar ese salto, una oportunidad que no podía dejar pasar. Como dicen por ahí, es preferible vivirlo que simplemente escucharlo. Y justo cuando pensé que la tormenta en el espacio había pasado, me arrojaron en un río de agua helada. ¡El agua fría! Es lo que más odio en el universo. Esa riada me llevó de vuelta al mismo lugar de donde partí, esta vez a la velocidad de un cohete descontrolado y sin gravedad. Básicamente, me quedé flotando en una burbuja gigante que, al acercarse a la Tierra, descendió como una lluvia torrencial. Mi corazón parecía un pájaro en fuga, saliendo de mi pecho una y otra vez, y yo me estaba deshidratando de tanto llorar. Pensé que este era mi momento para flotar en la ingravidez, pero no: la ansiedad me hizo querer devorar el universo entero. Mi vida se convirtió en una locura intergaláctica. Ahí comprendí que no estaba en una montaña rusa, sino en una noria cósmica que daba vueltas y vueltas, como si el universo se hubiese vuelto loco. Los momentos malos se repetían una y otra vez en mi cabeza, como una melodía infinita atrapada en el vacío, y no había señales de una solución en ninguna galaxia conocida. Mi rostro se distorsionó de una manera que ni Salvador Dalí habría imaginado, y lo único que quedó fueron mis ojos, que brillaban como dos supernovas color ámbar con lágrimas intergalácticas que se derramaban por el espacio infinito. En ese momento me di cuenta de que esa agua helada eran mis propias lágrimas. Inesperadamente, me encontré corriendo un maratón en Marte. En la milla 10, mis pies se calentaron tanto en el terreno marciano que me pregunté si podía detenerme. En ese instante, una horda de extraterrestres se abalanzó hacia mí y me lo impidieron. Ahí, en medio del maratón, la noria cósmica y el caos intergaláctico, caí en cuenta finalmente de que la eternidad es solo una ilusión y que todo, absolutamente todo, depende de uno mismo. No obstante, también comprendí que los amigos son como faros intergalácticos: incluso si te encuentras perdido en un universo desconocido, siempre están ahí para iluminar tu camino en medio de la oscuridad cósmica. En esta carrera reflexioné sobre si realmente quería regresar al lugar donde originalmente decidí vivir, ese lugar donde todo era de color rosa con toques de naranja. Comprendí que tal vez no era tan tedioso como lo había creído en medio del caos cósmico. Después de todo, el hogar es donde reside el corazón, incluso si ese corazón se encuentra en medio de una galaxia aparentemente monótona. En la última vuelta de la noria cósmica, decidí abrir los ojos, poniendo fin al vertiginoso viaje que había sido mi vida en el espacio. El vértigo se detuvo, y en ese preciso momento entendí la valiosa lección que el cosmos me había impartido en medio de su desorden intergaláctico. Fue entonces cuando comprendí que dar las cosas por sentado no estaba bien. Ahora, aprecio mucho más los intensos verdes, el canto de los pájaros y hasta a los vecinos imprudentes de los suburbios aparentemente perfectos. En medio de la vorágine cósmica, el universo me había dado una lección de humildad, recordándome que la eternidad es solo una ilusión y que todo, absolutamente todo, depende de uno mismo. Mi corazón, que había sido como un pájaro en fuga, encontró su rumbo, y mis ojos, que brillaban como dos supernovas color ámbar con lágrimas, volvieron a ver el mundo con asombro y gratitud. El universo, con su misterio, me había enseñado una lección inolvidable: la verdadera belleza de la vida reside en las pequeñas cosas, en los momentos simples que a menudo damos por sentado. Y así, con una sonrisa en el rostro y una sensación de renovación en el corazón, di un paso firme de regreso a casa, listo para abrazar cada día con gratitud y fe.




